Acerca de los impuestos, por Ludwig Von Mises

La filosofía confiscatoria

 

Supone el dirigente que las medidas atentatorias contra el derecho de propiedad para nada influyen sobre el volumen total de la producción. De ahí que tan cándidamente se lance a todo género de actividades expoliadoras. La producción, para él, es una suma dada, sin relación alguna con el orden social existente. Piensa que no es tanto la producción, sino la “equitativa” distribución de la misma entre los distintos miembros de la comunidad, lo que fundamentalmente debe de preocupar al Estado.

Intervencionistas y socialistas pretenden que los bienes económicos son engendrados por un peculiar proceso social. Llegado éste a su término y recolectados sus frutos, se pone en marcha un segundo proceso que distribuye entre los miembros de la comunidad los bienes acumulados. Rasgo característico del capitalismo es –dicen- el que las respectivas cuotas asignadas, en dicho reparto, a cada individuo, sean desiguales. Hay quienes -empresarios, capitalistas y terratenientes- se apropian más de lo debido. El resto de las gentes, consecuentemente, ve su participación injustamente cercenada. El poder público está obligado, ejercitando innegable derecho, a expropiar ese exceso retirado por los privilegiados para redistribuirlo entre los restantes ciudadanos.

 

Pero esa supuesta dualidad de procesos –uno de producción y otro de distribución- en la economía de mercado no se da. El mecanismo es único. Los bienes no son primero producidos y luego distribuidos. Ficticia a todas luces resulta aquella imaginada apropiación de unas riquezas sin dueño. Todos los bienes, desde un principio, son siempre propiedad de alguien. Si se quiere redistribuirlos es obligado proceder previamente a una confiscación. El aparato estatal de compulsión y coerción puede, desde luego, lanzarse a todo género de expoliaciones y expropiaciones. Pero ello no prueba que un duradero y fecundo sistema de colaboración social pueda, sobre tal base, estructurarse.

 

Cuando los piratas vikingos, después de asolar una comunidad de autárquicos campesinos, reembarcaban en sus naves, las víctimas supervivientes reanudaban el trabajo, cultivaban la tierra y procedían a la reconstrucción de lo damnificado. Si los corsarios al cabo de unos años volvían, encontraban nuevas riquezas que expoliar. La organización capitalista, sin embargo, no resiste reiteradas depredaciones. La acumulación de capital y la inversión productiva presuponen que tales ataques no se prodigaran. En ausencia de tal esperanza, las gentes prefieren consumir su capital a reservarlo, para quienes han de expropiarlo. De ahí, la íntima contradicción de aquellos planes que aspiran a combinar la propiedad privada con la reiterada expoliación de la riqueza individual.

‘El sistema impositivo confiscatorio no obstaculiza únicamente el progreso económico y la mejora de la vida de los pueblos, al dificultar la acumulación de nuevos capitales. Provoca además una amplia tendencia hacia el inmovilismo, favoreciendo el desarrollo de hábitos mercantiles que inexorablemente desaparecen en el marco competitivo propio de la economía de mercado libre.’

Ludwig Von Mises
 
La fiscalidad expoliadora

 

El arma principal con que actualmente cuenta el intervencionismo en su afán confiscatorio, es de índole fiscal. Intranscendente resulta el que mediante el mecanismo tributario se aspire, por una motivación social, a nivelar la riqueza de los ciudadanos o que, por el contrario, lo que se persiga sea conseguir mayores ingresos para el erario público. Lo único que en este lugar importa es determinar las consecuencias que tal intervencionismo confiscatorio provoca.

 

El hombre medio aborda estos problemas con envidia mal disimulada, preguntándose por qué ha de haber nadie más rico que él. El intelectual prefiere encubrir su resentimiento tras disquisiciones filosóficas. Arguye en este sentido, que quien tiene diez millones no será mucho más feliz con un aumento de otros noventa. Recíprocamente –añade- quien posee cien millones, si pierde noventa, no por ello dejará de ser tan feliz como antes. El mismo razonamiento se pretende aplicar en el caso de las rentas personales más elevadas.

 

Enjuiciar de esta suerte equivale a hacerlo desde un punto de vista personal. Se toma un supuesto caso individual. Los problemas económicos, sin embargo, son siempre de carácter social; lo que interesa en su análisis es saber las repercusiones que las correspondientes disposiciones provocarán sobre la generalidad de las gentes. No se trata de ponderar la desgracia o la felicidad de ningún Creso ni sus méritos o vicios personales; lo que interesa es el cuerpo social y la productividad del esfuerzo humano.

 

Pues bien, cuando la ley, por ejemplo, hace prohibitivo el acumular más de diez millones o ganar más de un millón al año, aparta en ese determinado momento del proceso productivo, precisamente a aquellos individuos que mejor están atendiendo los deseos de los consumidores. Si una disposición de este tipo hubiera sido dictada en Estados Unidos hace cincuenta años, muchos de los que hoy son multimillonarios, vivirían en condiciones más modestas. Ahora bien, todas las nuevas industrias americanas que abastecen a las masas con mercancías nunca soñadas, operarían, de haberse llegado a montar, a escala reducida, hallándose, en consecuencia, sus producciones fuera del alcance del hombre de la calle. Perjudica, evidentemente, a los consumidores el vedar a los empresarios más eficientes que amplíen la esfera de sus actividades en la medida que conforme con los deseos de las gentes, deseos que éstas patentizan al adquirir los productos por aquellos ofrecidos. Plantease de nuevo el dilema: ¿A quién debe corresponder la suprema decisión, a los consumidores o al jerarca? En un mercado sin trabas, el consumidor, comprando o absteniéndose de comprar, determina, en definitiva, los ingresos y la fortuna de cada uno. ¿Es prudente investir a quienes detentan el poder con la facultad de alterar la voluntad de los consumidores?

 

Los incorregibles adoradores del Estado arguyen que no es la codicia de riquezas la que impulsa al gran hombre de negocios a actuar, sino su ansia de poder. Tal “rey de la producción” no restringiría sus actividades, aseguran, aun cuando tuviera que entregar al recaudador de impuestos una gran parte de sus extraordinarios ingresos. Consideraciones puramente dinerarias en modo alguno debilitarían su ambición. Admitamos, a efectos dialécticos, que tal interpretación psicológica sea correcta. Ahora bien, ¿el poder capitalista en qué se asienta si no es sobre la riqueza? ¿Cómo se habrían hallado un Rockefeller o un Ford en condiciones de adquirir “poder” si se les hubiera impedido la acumulación de capital? Ciertamente que pisan terreno más firme aquellos fanáticos del Estado que procuran impedir la acumulación de riqueza precisamente por cuanto confieren al hombre indudable poderío económico.

 
Los impuestos ciertamente son necesarios. Ahora bien, la política fiscal discriminatoria –aceptada universalmente hoy bajo el equivoco nombre de tributación progresiva sobre las rentas y las sucesiones- dista mucho de constituir verdadero sistema impositivo. Más bien se trata de una disfrazada expropiación de los empresarios y capitalistas más capaces. Es incompatible con el mantenimiento de la economía de mercado digan lo que quieran los turiferarios del poder. En la práctica, solo sirve para abrir las puertas del socialismo. Si se analiza la evolución de los tipos impositivos sobre la renta en América, no es difícil profetizar que un día no demasiado lejano, cualquier ingreso que rebase el sueldo del individuo medio, será absorbido por el impuesto.

Nada tiene que ver la economía con las espurias doctrinas metafísicas aducidas a favor de la política fiscal progresiva: interesan tan solo a nuestra ciencia las repercusiones de la misma sobre el mercado. Los políticos y los escritores intervencionistas enjuician estos problemas con arreglo a lo que ellos entienden que es “socialmente deseable”. Desde su punto de vista, “el objetivo de la imposición fiscal no consiste ya en recaudar”, puesto que los poderes públicos “pueden procurarse cuanto dinero precisen solo con imprimirlo”. La verdadera finalidad de la imposición fiscal es dejar “menos dinero en manos del contribuyente”.

 

Pero los economistas enfocan el problema desde otro ángulo. Formulan en primer lugar esta interrogante: ¿Qué repercusión provoca la política fiscal confiscatoria sobre la acumulación de capital? La mayor parte de los elevados ingresos que las cargas impositivas cercenan hubiérase dedicado a la formación de capital adicional. En cambio, si el Estado aplica lo recaudado a atender sus gastos, la acumulación de nuevos capitales disminuye. Ocurre lo propio –aun cuando en mayor grado- con los impuestos que gravan las transmisiones mortis causa. El heredero se ve constreñido a enajenar parte considerable del patrimonio del causante. No se destruye, claro está, el capital; cambia únicamente de dueño. Pero las cantidades que los adquirientes ahorraron primero e invirtieron después en la compra de los bienes enajenados por los herederos, hubiera incrementado el capital existente. De esta suerte se frena la acumulación de nuevos capitales. El progreso técnico se paraliza; la cuota de capital invertido por obrero en activo disminuye; el incremento de la productividad se detiene y se impide la elevación real de los salarios. Obvio resulta, por tanto, que la tan difundida creencia de la política fiscal confiscatoria solo daña al rico – o sea a la víctima inmediata- es errada.

En cuanto el capitalista sospecha que el conjunto de los impuestos y la contribución sobre la renta van a absorber el ciento por ciento de sus ingresos, opta por consumir el capital acumulado, evitando continúe al alcance del Fisco.

El sistema impositivo confiscatorio no obstaculiza únicamente el progreso económico y la mejora de la vida de los pueblos, al dificultar la acumulación de nuevos capitales. Provoca además una amplia tendencia hacia el inmovilismo, favoreciendo el desarrollo de hábitos mercantiles que inexorablemente desaparecen en el marco competitivo propio de la economía de mercado libre.

La esencial característica del mercado consiste en que no respeta los intereses creados, presionando, en cambio, a empresarios y capitalistas para que ajusten de modo incesante su conducta a la siempre cambiante estructura social. En todo momento han de mantenerse en forma. Mientras permanezcan en la palestra mercantil, jamás podrán disfrutar pacífica y cómodamente de la riqueza otrora ganada por sus antepasados les legaron, ni tampoco adormecerse en brazos de la rutina. Tan pronto como olvidan que es su misión servir a los consumidores de la mejor manera posible, se tambalea su privilegiada posición y de nuevo son relegados a las filas de los hombres comunes. Las riquezas que acumularon y su función rectora hállanse constantemente amenazadas por las acometidas de los recién llegados.

Cualquiera que posea el suficiente ingente puede iniciar nuevas empresas. Quizá sea pobre, tal vez sus recursos resulten escasos e incluso, cabe que los haya recibido en préstamo. Pero si satisface mejor y más barato que los demás las apetencias de los consumidores, triunfará y obtendrá “extraordinarios” beneficios. Reinvirtiendo la mayor parte de tales ganancias vera rápidamente prosperar sus empresas. Es el actuar de esos emprendedores recién llegados lo que imprime a la economía de mercado su “dinamismo”. Estos nuevos ricos son quienes impulsan el progreso económico.

Ocurre, sin embargo, en la actualidad, que las cargas fiscales absorben la mayor parte de aquellos “extraordinarios” beneficios obtenidos por el nuevo empresario. La presión tributaria le impide acumular capital y desarrollar convenientemente sus negocios; jamás podrá convertirse en un gran comerciante o industrial y luchar denodadamente contra la rutina y los viejos hábitos.

Los antiguos empresarios no tienen por qué temer su competencia: la mecánica fiscal les cubre con su manto protector. Pueden así abandonarse a la rutina, fosilizarse en su conservadurismo, desafiar impunemente los deseos de los consumidores. Cierto que la presión tributaria védales también acumular nuevas capitales. Pero lo importante para los hombres de negocios ya situados, es que se impida al peligroso recién llegado disponer de mayores recursos.

En realidad, el mecanismo tributario los emplaza en posición, privilegiada. De esta suerte, la imposición progresiva obstaculiza el progreso económico, fomentando la rigidez y el inmovilismo. En tanto que bajo un orden capitalista inadulterado, las riquezas obligan a quien las posee a servir a los consumidores, los modernos métodos fiscales convierten la propiedad en un privilegio.

El intervencionista se lamenta de la burocratización y estancamiento cada día mayor de las grandes empresas y del hecho cierto de no hallarse los nuevos hombres de negocios en condiciones de amenazar seriamente, como antaño, las ventajas de que gozan las tradicionales familias ricas. Sin embargo, si existe un mínimo de sinceridad en tales protestas, no hacen más que lamentar las consecuencias provocadas por el ideario hoy prevalente.

El afán de lucro es el motor que impulsa a la economía de mercado. Cuanto mayor es la ganancia, mejor están siendo atendidas las necesidades de los consumidores. Ello es así en razón a que solo obtienen beneficios aquellos que logran eliminar los obstáculos interpuestos entre los deseos del consumidor y la precedente situación de la actividad productora. Quien mejor sirve a las gentes obtiene los mayores beneficios. En cuantas ocasiones los poderes públicos intervienen al objeto de reducir los beneficios, deliberadamente están saboteando la economía.

 

Ludwig Von Mises

Publicado originalmente en Cedice.

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