La crisis infinita, por Xavier Sánchez Delgado

En una atmósfera de crisis interminable, el juego de la emergencia se convirtió en una de las tácticas más comunes de la política económica. Ninguna propuesta de los grupos de interés estaba completa sin la afirmación de que debía llevarse a cabo porque “existe una emergencia”.

Crisis y Leviatán. Robert Higgs

Crisis climática, crisis social, crisis de deuda, crisis habitacional, crisis económica, crisis energética, crisis sanitaria, e incluso crisis de valores. ¿Le son algunas de éstas familiares? ¿quizá alguna más a añadir a la anterior lista? Sería más bien extraño que no hubiese oído hablar de, cuando menos, algunas de ellas, aunque si no hubiera sido así no debe preocuparse, es posible que usted sea un ser afortunado, que permanece impertérrito ante los aluviones de crisis, de los cuales los medios se hacen eco masivamente, al tiempo que solícitos tertulianos claman por medidas urgentes de todo tipo a los responsables políticos.

 

En la antigua Roma la figura del dictator era la de un magistrado investido por poderes extraordinarios dirigidos a solventar una amenaza que se cernía sobre la República de Roma. Una vez solucionado el problema, se extinguían los poderes del dictator y se restituía el normal gobierno de Roma. Después de la muerte de Julio César – autodenominado asimismo como dictator perpetuo – la figura fue virtualmente extinguida, dado que fundamentalmente se asociaba a la antesala de la tiranía. La figura del dictator en su origen presenta una interesante aproximación al problema del gobierno y la capacidad de acción. En la antigua Roma, la manera de abordar determinadas crisis – con frecuencia, pero no siempre- de carácter militar, era mediante la denominación de un representante con poderes extraordinarios, pero limitados a la resolución de dicha crisis.

Es conveniente apreciar la similitud con hechos presentes que se revela desde tiempos tan lejanos. Quizá poco haya cambiado la política desde entonces, ya que los anuncios de crisis permiten, cuando menos, justificar la asunción de decisiones de todo tipo por parte de nuestros gobiernos. Es un hecho palmario que cualquier crisis requiere, a criterio de la población y sin ápice de duda, de una acción decidida por parte de los gobiernos. Ante cualquier crisis, ya real o inventada, rápidamente nos apresuramos a solicitar la intervención urgente del gobierno y tanto es así que también la oposición no puede sino prestarse rápidamente a dicho juego, no solamente solicitando la acción sino con frecuencia pidiendo mucha más, mientras critica al gobierno de turno por tibio y dubitativo.

Por tanto, si lo que se persigue es la acción con determinados fines, ¿qué mejor que pervertir ligeramente el lenguaje, elevar una circunstancia poco deseable a la categoría de problema de primer orden e incluso transformar éste ya en una emergencia, en una crisis? ¿quién sería capaz de oponerse u objetar respecto a dicha situación si los fines son presuntamente loables y si no media capacidad de oponer objeción alguna? ¿cómo podría cualquiera poner traba alguna o incluso manifestar cualquier atisbo de duda a la acción sin duda necesaria, determinante y decidida del gobierno?

Las democracias permiten a los ciudadanos de los países un beneficio extraordinario, que pocas veces es mencionado y es el supuesto control de aquellos que gobiernan respecto a la discrecionalidad de sus propias decisiones frente a los gobernados, sean cuales sean sus fines. Nuestras democracias, en definitiva y en esencia, pretenden establecer determinados controles y contrafuertes en el ejercicio del poder, deben disponer de muros de contención para limitar que decisiones y cómo las toman aquellos que ejercen el poder, así como durante cuánto tiempo.

Para bien o para mal el ejercicio del poder es un elixir que ejerce una gran adicción a aquellos que alguna vez lo han probado, como bien saben aquellos que han tenido la desgracia de vivir en países dominados por tiranos. Es por esta razón que, frente a las cortapisas que imponen las reglas de la democracia, la clase política concibe estrategias que permitan expandir su cuota de poder mediante la menor pérdida de popularidad posible en un régimen de democracia. La preparación del marco mental que implica la aceptación de determinadas decisiones por parte de los gobernados no puede ser improvisada con facilidad. Determinadas decisiones pueden tener un coste político descomunal y por tanto el momento y la influencia sobre las corrientes de opinión son decisivas para que dichas decisiones no consuman el crédito político. Es ahí donde el recurso a la emergencia, o a cualquier variopinta forma de crisis avala el terreno idóneo para la intervención política, independientemente de la idoneidad de dicha actuación o de los resultados futuros reales de la misma.

Si el lector tuvo la oportunidad de vivir en los EE. UU. después del ataque a las torres gemelas en Nueva York el 11S entenderá bien como después de ese terrible ataque el gobierno de dicho país tuvo un margen enorme para emprender acciones exteriores – invasiones – que en otras circunstancias le habría, sin ningún género de duda, penalizado electoralmente. Quizá para el lector sea tan obvio que no merezca mayor comentario, pero probablemente su punto de vista puede ampliarse cuando entienda como determinadas decisiones pueden tomarse en países no democráticos o con sistemas democráticos precarios sin apenas coste alguno para los que gobiernan. Los ejemplos no pueden faltar, y aquí podemos mencionar desde Irán a China o Rusia o cualesquiera países con sistemas no democráticos o con estructuras democráticas débiles. Creer que nuestras democracias occidentales automáticamente nos previenen de dichas situaciones es, con toda seguridad, pecar de candidez.

‘Debería provocarnos insomnio el hecho que aquellos que ostenten el gobierno utilicen taimadamente los mismos resquicios de la democracia para agrietarla desde dentro, para alcanzar sus propios e inconfesos fines’

 Julio César, autodenominado asimismo como dictator perpetuo.
 
El abuso del decreto-ley, como síntoma

 

En noviembre de 2022, la Fundación Hay Derecho, una entidad que promueve activamente la regeneración institucional, la lucha contra la corrupción y la defensa del estado de derecho publicó su primer informe sobre la situación del Estado de derecho en España que abarca el período 2018-2021. El estudio hace una mención explícita y particular sobre la situación relativa al uso y abuso del decreto ley como forma ordinaria de legislar. Tanto es así que el número de decretos leyes durante el período que abarca de 2018 a 2021 supera a la aprobación de leyes (Orgánicas y Ordinarias).

El decreto ley tiene una naturaleza excepcional, puesto que no emana de las Cortes Generales sino directamente del gobierno. No solamente se da dicha circunstancia, sino que además precisa de autorización de una sola de las dos Cámaras de las Cortes que solo puede aprobarlo o rechazarlo y, aquí viene lo más interesante, no caben enmiendas al texto.

El informe indica, en la página 20, lo siguiente:

“Por tanto, la utilización abusiva del decreto ley sin respetar los límites establecidos por la Constitución – límites que sólo pueden ser controlados por el Tribunal Constitucional, a veces con años de retraso y siempre que alguien interponga el pertinente recurso – supone un deterioro evidente del proceso parlamentario deliberativo [1].

El abuso de este procedimiento quita el protagonismo de centralidad que debería tener el Congreso, donde se produce la confrontación de las propuestas legislativas y estas se debaten. El decreto ley permite esquivar esta molesta traba, desahuciando de facto al legislativo, en favor del poder ejecutivo.

Esta práctica ha aumentado en los años más críticos de la pandemia del COVID, lo cual puede tener cierta justificación debido a la excepcionalidad -crisis- de la situación, pero el informe señala, sin embargo, que la utilización discrecional del decreto ley ya era tendencia que venía de lejos. Asimismo, el informe señala lo siguiente (p.24):

“…Por el contrario, los decretos leyes suponen una forma de legislar con la que sufre la técnica legislativa, sufre la seguridad jurídica y se debilita aún más el débil control que el Parlamento puede efectuar, en la medida en que solo puede pronunciarse sobre la convalidación o derogación de la norma en bloque”.

El Tribunal Constitucional ha declarado inconstitucionales determinadas normas incluidas en decretos leyes. El ejemplo más conocido de lo anterior se produjo sobre el Real Decreto ley 8/2020 de 17 de marzo “de medidas urgentes extraordinarias para hacer frente al impacto económico y social del COVID-19”. Este decreto ley incluía (p.25):

“…una disposición final segunda modificativa de la Ley 11/2002, el 6 de mayo, reguladora del Centro Nacional de Inteligencia, para modificar la composición de la Comisión Delegada para Asuntos de Inteligencia y dar entrada a los vicepresidentes del Gobierno designados por el Presidente.”

Hasta para la persona que más indiferencia manifieste hacia los tejemanejes políticos la duda debería asaltarle inmediatamente. ¿Qué tiene que ver el nombramiento de los vicepresidentes de la Comisión Delegada del CNI con las medidas extraordinarias que podía requerir la pandemia? Absolutamente nada.

En pocas palabras, el decreto ley se subvierte para utilizarse de forma inapropiada, eludiendo los controles y el debate parlamentario – donde debería residir una parte pieza clave de la democracia. Esto permite al gobierno actuar discrecionalmente sin pasar por excesivos controles ni cortapisas. Y no solamente eso, sino que además permite incorporar elementos ajenos al espíritu del decreto ley pero que no pueden ser modificados (recuérdese que solo procede la aprobación o su rechazo de una de las cámaras).

Sin entrar pues en demasiadas disquisiciones técnicas, lo que permite la actual situación del uso y abuso del decreto ley es a la consolidación en nuestro país de prácticas que tienen poco de democráticas por más que los partidos políticos se arroguen su profundo e inalterable espíritu democrático. Siendo esto así, el Congreso asiste impertérrito a su pérdida de relevancia, de trascendencia, a ser un actor secundario cuando debería ser protagonista, a ser, en definitiva, un convidado de piedra.

Los fundamentos económicos y de progreso de cualquier sociedad desarrollada se basan en unas reglas de juego históricamente evolucionadas, transparentes y conocidas, comunes para todos los colectivos de manera que no favorezcan ni perjudiquen a ningunos en detrimento o en favor de otros. Dichas reglas de juego se debaten, se discuten y se modifican en base a pactos entre múltiples colectivos con intereses, expectativas y valores distintos, pero que no pueden ostentar un poder determinante y definitivo sobre el resto. ¿Qué sucede pues cuando estas reglas se subvierten y se rompen los contrafuertes y controles que hacen ceder la puerta a la discrecionalidad de las decisiones de los que en ese momento ostentan el poder y cuyo fin último, además, no es sino expandirlo y perpetuarse en éste?

Las sociedades que ostentan mayor desarrollo y progreso económico son aquellas que alcanzan y mantienen (tan o más difícil puede ser lo segundo que lo primero) unas instituciones políticas sólidas, estables, abiertas y con poderosas barreras para aquellos que aspiran a controlarlas y forzar dichos límites en su propio beneficio y el de sus colectivos afines. En el momento en que éstas caen en manos de un determinado colectivo y éste puede forzar las costuras de dichos controles, se abre la puerta a la discrecionalidad de las decisiones, así como al control sobre las instituciones económicas en beneficio propio o de los colectivos afines y, por tanto, a un progresivo desmoronamiento a largo plazo de las condiciones que fundamentan el progreso económico general de dicha sociedad, en su conjunto.

Con frecuencia asistimos con sorpresa las que interpretamos decisiones cuasi dictatoriales de determinados gobiernos en otros países, que los noticiarios anuncian como graves perturbaciones de la democracia. Ello, sistemáticamente produce rechazo de algunos y simpatía de otros y viceversa, dependiendo del color político con el que cada uno pueda sentirse más afín. Dicha circunstancia, puede también producirse en nuestra geografía y de la misma manera podemos alinearnos con uno u otro partido político y con sus controvertidas decisiones.

En este sentido, quizá no alcancemos a comprender la relevancia de los hechos expuestos anteriormente relativos al abuso del decreto ley, circunstancia que se ha producido consistentemente, a lo largo de diversos gobiernos. Quizá entonces pensemos que a nosotros no nos va la vida en ello o que, al fin y al cabo, quizá, como hemos indicado, simpaticemos más o menos con el partido en el gobierno de turno, con lo que tendemos a disculpar estos hechos. Sin embargo, las razones que aquí se presentan como relevantes para lector son la extrema importancia que para el progreso tiene el disponer de sólidos fundamentos democráticos. Esto no es más que la observancia estricta de unas reglas del juego pactadas, entre las cuales se contemplan el adecuado uso del decreto ley como se ha presentado con anterioridad. En este sentido, no es un buen síntoma de nuestra calidad democrática.

¿Quiere esto decir que no pueda desarrollarse progreso económico en sociedades no democráticas o con democracias débiles? [2] No y, sin embargo, tanto mayor progreso económico existirá, éste se habrá desarrollado mucho más ampliamente y alcanzará a muchos más segmentos de la población, en tanto en cuanto la democracia esté considerablemente desarrollada y ésta se preserve como si fuera porcelana china. No es ninguna casualidad que países con democracias sólidas como Suiza, Irlanda, Noruega, Nueva Zelanda o Holanda dispongan de muy altas rentas per cápita [3].

Debemos ser celosos del respeto de dichas reglas, que están siempre, perpetuamente, en peligro. Razonar que la simpatía o afinidad con un u otro partido político valida, o justifica de algún modo los intentos de subvertir los contrafuertes democráticos es un gravísimo error del cual debemos ser conscientes. No es solamente que el fin no debe justificar los medios, sino que dicho fin último no es tal, o cuando menos, no es el que ostentosamente se presenta a la ciudadanía.

 
Lo que debemos comprender es que lo que está en juego aquí no es la victoria en unas elecciones europeas, generales o municipales de éstos, aquellos, los de más allá o algún tipo de pacto de reparto de poder. Ello no debería quitarnos ni un minuto de sueño en absoluto, ni en España ni en otras latitudes. Es de mi opinión que el juego político y toda su parafernalia, ocupan un espacio en nuestra sociedad que no se corresponde con lo que debería ser su impacto verdadero en nuestras vidas. No porque la acción de los gobiernos no la tenga, sino porque la verdadera diferencia entre aquellos partidos que aspiran a gobernar es, en realidad, mucho menor de lo que se aprestan a vender. Al fin y al cabo, lo trascendente es llegar al poder, todo lo demás pasa a un discreto segundo plano, con un conveniente olvido selectivo de ciertas promesas electorales.

Lo que sí, en cambio, debería provocarnos insomnio es el hecho de que aquellos que ostenten el gobierno utilicen taimadamente los mismos resquicios de la democracia para agrietarla desde dentro, para alcanzar sus propios e inconfesos fines. Es importante que se aperciba el lector que poco importa que se pueda llegar a estar más o menos de acuerdo con dichos fines (quizá de nuevo por su simpatía con el gobierno de turno). De nuevo, no es ésta la cuestión, ya que para lo él puede parecer un fin adecuado, podrá no serlo para otro. Lo que aquí tenemos que entender es que lo importante es como se desarrolla de forma transparente el proceso, no el fin en sí mismo, por muy adecuado que nos pueda parecer en apariencia por afinidad política. Sin embargo, y desafortunadamente, esto es ignorado por una amplia mayoría de nuestra sociedad, lo que no puede sino dejar impunes tales conductas, que han venido ya a convertirse en habituales y, al fin y al cabo, redundar negativamente en perjuicio de todos nosotros. Tanto es así que ya no produce ninguna extrañeza ni reparo escuchar a los medios tratar la composición de los miembros del Tribunal Constitucional (más allá de la necesidad de que dicho órgano exista) como grupos progresista y conservador, como si el alineamiento político de los miembros del órgano fuera algo completamente natural, casi consustancial a ocupar una representación en dicho tribunal. Un alineamiento ideológico conocido de antemano en aquellos que se supone que deberían ser absolutamente indemnes a éste.

 
[1] La negrita, según el texto original del informe

[2] Sobre este particular, recomiendo especialmente la lectura del libro “Por qué fracasan los países” de Daron Acemoglu y James. A. Robinson.

[3] Otros países que copan el ranking de ingresos per cápita son los países petroleros como Qatar, Emiratos Árabes o Kuwait. Aquí es fácil adivinar que dicho desarrollo económico puede tener mucho más que ver con el precio del barril de crudo, que con la solidez de sus instituciones democráticas.

 

Xavier Sánchez Delgado, socio del IvMB

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